Arte y terror


Una lectura de La orquesta de cristal (Hueders), libro recientemente reeditado del chileno Enrique Lihn.

Por Patricio Pron.



Enrique Lihn

A la fantasía de una orquesta compuesta por instrumentos de cristal, que imitarían sus formas pero no sus sonidos y que serían destruidos durante la interpretación de la única pieza que integra su repertorio, hay que sumar (en lo que el propio autor define como un “abigarramiento”) músicos esotéricos, “invertidos”, millonarios excéntricos, críticos de arte despiadados, escándalos públicos, poetas simbolistas y decadentes, rosacruces, “invertidos”, representantes de una “nueva sensibilidad” cuyos orígenes no se deben buscar en el París de la primera mitad del siglo XX en que transcurre esta novela de Enrique Lihn (1929-1988) sino en las formas no solamente sociales de una poesía chilena provinciana, anticuada, “siútica”.
La orquesta de cristal fue publicada por Sudamericana en Buenos Aires en 1976 y no se había reeditado hasta ahora; durante todo este tiempo había sido un misterio, una señal entre confabulados, y puede que ningún estado le siente mejor a esta novela que pretende ser un misterio sin argumento, una sucesión de conjeturas que se anulan entre sí. Según Roberto Merino, “los procedimientos narrativos de Lihn tienden a hipertrofiar el discurso con prescindencia del objeto real, entendido como ilusorio o accesorio: lo que existe, lo que podemos al menos constatar, serían las versiones retóricas que el tiempo va dejando en calidad de sedimento” (9). La descripción es acertada: Lihn, que fue un poeta notable, trabaja en La orquesta de cristalcon el residuo, el sedimento de un lenguaje concebido para narrar los vínculos entre arte y sociedad que se ha vuelto ridículo en su repetición.
Algo de todo esto lo vincula con Osvaldo Lamborghini y, especialmente, con Néstor Perlongher, cuyo “neobarroso” parece el mejor modo de ubicar esta rareza en algún lugar del mapa de la literatura latinoamericana, en el que carece de antecedentes y de secuelas, como si su argumento (una orquesta invisible interpreta una pieza sin sonido para un auditorio incapaz de recordar posteriormente si ha escuchado algo, si ha visto “algo”) hubiese prestado su forma a la recepción de la novela. A la “transparencia” de los instrumentos que componen la orquesta se superpone la opacidad del lenguaje, que se eleva en un esfuerzo por alcanzar lo sublime sólo recompensado por un hundimiento en el ridículo: la excelencia es “innegable”, sobre los “cimientos de oro” se “levantan materialmente las más cumplidas e incluso extravagantes construcciones del espíritu”, la imaginación es “deletérea, vapor délfico en el que muy a menudo se envuelve el destino de algunos seres privilegiados” y en el que “ni el más mínimo residuo de la tan mentada idea de utilidad empaña el brillo del astro que fulge en su alambique”, etcétera (21-23). La orquesta de cristalrecuerda, en algún sentido, a Jorge Luis Borges (en él hay algo parecido a una sociedad secreta, una serie de exégetas que pudieron o no pudieron haber escuchado la obra, expertos en saberes minoritarios y casi privados, una bibliografía dudosa y una aproximación irónica a las obligaciones del filólogo), pero su estilo se aparta deliberadamente de lo sublime borgeano para poner de manifiesto, mediante esta hipertrofia del lenguaje y la irresolución de la cuestión de quién narra (un asunto que recorre todo el libro), que los discursos que las primeras vanguardias históricas propusieron en París como “lo nuevo” se encuentran ahora (y ahora es 1976 en Chile, pero también en Argentina) en manos de los representantes de “lo viejo”: las maestras normales con aspiraciones de ejercer la crítica literaria, los políticos de provincias y los poetas chilenos que no ven (y así termina la novela) que los responsables de El Terror están golpeando a la puerta y que la mejor interpretación de la orquesta de cristal no es la de un preludio sino la de un preludio “acompañado de los ruidos amenazadores provenientes del salón de recibo, ahora más y más próximos” (97), como si un arte políticamente inane fuese el acompañamiento inevitable y la legitimación de un terror absoluto.

daniel rojas pachas

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